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CUENTO: PETRIFICADO



 

L

os árboles, siempre me han cautivado los árboles. Desde pequeño los admiraba en el patio trasero de la casa que hoy no existe, sus frutos y sus coloridas flores al comienzo de la primavera. Cada día apreciaba con encanto e inocencia como los pequeños frutos del durazno y el manzano se transformaban gradualmente en coloridas y frescas frutas. Fuera de casa, al lado de la vereda e intermitentemente por ambos lados del pasaje, otros árboles de espino, un tanto más señoriles y uniformados regalaban un breve espacio de sombra, troncos con pantalón blanco pintado hasta las caderas. Con el tiempo conocí otras especies de árboles, cada una más diversa y distinta a las otras. Desde grandiosos y majestuosos troncos que se elevan decenas de metros y extienden sus poderosas ramas hasta eclipsar al sol, a pequeños y aparentemente frágiles cuya particular belleza reside más bien en sus hojas. Árboles que se rebelan contra la tiranía silenciosa del pavimento y les quiebran los dientes a las antiguas veredas que parecen ya no proponer ninguna resistencia. Árboles citadinos que intentan sobrevivir al ruidoso ajetreo y árboles cuya soledad milenaria los ha transformado en testigos afortunados de la pletórica belleza y transformación del sur de Chile.

   En Longaví aún hay muchos, muchísimos árboles. La plaza de armas de la comuna es sin dudarlo una de las más hermosas de toda la región. Y aunque hace pocos años fue remodelada, no ha perdido su sangre verde, su elegancia. Es como una niña por la cual pasan y pasan los años, pero que no envejece, solo cambia de vestido un par de veces por temporada. Allí, en esta plaza y en uno de sus tantos asientos de cemento (siempre en el mismo), cada día miércoles a las seis de la tarde en punto, va y se sienta un hombre. Ya entrado de años, pero vestido siempre modesto y con un toque de prudente elegancia, un pantalón de tela marrón extremadamente bien planchado, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y sobre ella un corbatín, un chaleco delgado con hexágonos grises y verdes, los zapatos negros de charol. Su rostro estaba cargado de muchos años, más de ochenta de seguro, pero sus vívidos ojos de azul profundo expresaban un asombro renovado y simple, como el asombro de los niños que recién despuntan en la vida.

   Todos los miércoles, verano, invierno, otoño o primavera, cada miércoles a las seis en punto, el viejo se sentaba en el mismo asiento de siempre. Pero mi extrañeza se acrecentó aún más al notar que se sentaba dando la espalda a la gente que por allí transitaba, contrario a lo que haría una persona más, él se sentaba a mirar un árbol, un árbol muy próximo a su asiento. Árbol grandioso y de tronco grueso. El viejo no despegaba la vista de él, lo examinaba con detención varias veces desde su base hasta recorrer cada una de sus ramas, parecía incluso que contaba las hojas. Ensimismado, casi envuelto en un delirio místico, no había nada ni nadie que lo perturbara. La rutina no cambiaba, estoy completamente seguro de ello pues hasta me di la tarea de ir a observarlo desde lejos cada día por un mes y medio. Invariablemente cada tarde el viejo asistía a su cita sagrada. Después de una hora de encuentro íntimo con el mismo árbol de siempre, el hombre se levantaba muy apaciblemente y dejaba el lugar, luego de ello caía el crepúsculo.

   Mi curiosidad se desbordaba ¿por qué este viejo bien vestido, todos los días iba y observaba aquel árbol?, ¿será acaso alguna clase de demencia?, ¿tal vez un rito secreto? ¿qué hay de inusual en este árbol? Pues yo lo descubriría.

    Fue así como el último martes del mes de junio, a las seis de la tarde en punto, estaba yo ahora sentado en aquel mismo asiento en que se disponía el viejo, mirando, solo mirando este árbol que para mí, no resultaba del todo distinto a los demás. Mi observación se extendió por varios minutos y mientras inspeccionaba, me fue inevitable poco a poco ir desvaneciéndome hasta solo sentir mi cabeza, todo era el sonido de los pájaros, todo era el verde del follaje que irrumpía a través de las pupilas, todo era la fragancia del pasto que sometía las narices, la boca cerrada mientras parecía no existir ni los brazos ni las piernas. Bello árbol que consumía toda mi atención sensorial, pero más allá de aquello nada, ni una voz ni un susurro mágico, ni una visión ni una epifanía. Entonces me levanté algo defraudado, cargado de más dudas que certezas.

   El día miércoles llegó pronto y mis planes ahora eran otros, algo más incisivos y aventurados. A las seis en punto el viejo estaba como de costumbre en el mismo lugar y el comportamiento fue exactamente el mismo al de los miércoles anteriores. Faltando un par de minutos para las siete, el hombre se levantó y emprendió camino supongo hasta su casa. Era aquello lo que yo comprobaría ahora. Lo dejé avanzar un par de metros y como el más presto de los detectives (o quizás el más inocente) inicié a seguirle la pista. Poco a poco el cielo se teñía de tonalidades más oscuras y el presagio de lluvia gradualmente comenzó a humedecer las calles. Mientras tanto, el viejo continuaba su camino, con paso firme y más decidido. Al poco rato comenzó a llover copiosamente, un par de señoras se protegían las cabezas y las bolsas del pan recién comprado, los niños recogían los juguetes del patio y un hombre a lo lejos caminaba totalmente empapado por medio de la calle. En medio de este húmedo escenario, el viejo del árbol ingresó a una casa. Las luces amarillentas del interior se encendieron y el tiempo pareció detenerse para todos los seres bajo el cielo. Yo por mi parte me quedé vigilando desde una esquina cercana. La casa era una vieja y de madera, antecedida por un pequeño patio donde no había césped, ni flor ni planta alguna. La feble reja de madera protegía a la casa, al viejo y a sus secretos, de cualquier intruso que se atreviese a asomar la cabeza. La lluvia no amainaba. Después de unos cuantos minutos, el viejo salió de la casa, llevaba una bolsa de género amuñada en la mano y un paraguas más negro que el ébano.

    Fue entonces cuando aligeré el paso y veloz salté por sobre la reja de madera hacía el interior del patio, avancé por el costado de la casa hasta llegar patio trasero y cuál no sería mi sorpresa al ver delante de mis ojos una decena de árboles. Árboles totalmente deshojados, cuyas ramas se extendían infructíferas hacia el cielo como los agonizantes brazos de un hombre que muere sediento. Ramas extrañamente pulidas y vítreas como echas por un maestro artesano. El color acaramelado de la madera era un deleite a los ojos. Pero de estas llamativas y singulares ramas, nada crecía. El suelo alrededor de estos árboles estaba seco, como si ninguna de las incesantes gotas de lluvia le hubiera alcanzado, pero continuaba lloviendo, en todas partes menos allí en aquella pequeña y extraña fracción del mundo. Yo no podía creer lo que veía, no era naturalmente posible que las calles se inundaran mientras el pequeño patio trasero de la casa de un viejo extraño permanecía absolutamente reseco.

    Ante tal maravilloso espectáculo, mis pernas temblaron ¿sería caso este un estúpido sueño destilado de mi obsesión por el dueño de casa?, un sueño lúcido lo más probable ya que todo era tan real, tan real como un día cualquiera quebrado por un suceso extraordinario. Pero la sensación de dolor que recorrió mi brazo luego de pellizcarme, me indicaba claramente que estaba despierto. Me atreví entonces a acercarme a estos árboles. Cuando di el primer paso, sentí de inmediato un rotundo cambio de temperatura, no es que solo no lloviera allí, sino que además la temperatura del ambiente era otra. El frío y la humedad de la lluvia (literalmente sobre mi espalda) se contraponían al aire seco y caluroso que golpeaba ahora mi pecho. Me percibí partido en dos, con una mitad de mi cuerpo en el mundo real y con la otra restante inmiscuyéndose en un mundo fantasioso. Totalmente preso de este fenómeno de la imaginación o de la naturaleza, seguí caminando hasta estar de cuerpo y alma al lado de estos lustrosos árboles. Creo no olvidaré jamás aquella sensación, la de estar abstraído del cotidiano mundo, enclaustrado a voluntad en una dimensión cuyas leyes físicas y fenómenos sobresalientemente enigmáticos me habían llevado casi a perder la cordura. Mi mente serena por ratos, mi pecho continuamente intruso.

    Encapsulado en aquel pedazo de realidad diversa, el tiempo transcurría de una manera distinta. Fuera de las fronteras invisibles del patio trasero en el que me encontraba, todo parecía ser extremadamente más lento. Desde “adentro” podía observar como la lluvia caía muy, muy pausada sobre los techos de las casas, el movimiento del agua era progresivo, pero lento, muy lento. Las copas de los otros árboles allá “afuera”, se movían de un lado a otro con la parsimonia hipnótica de un tiempo que se había vuelto espeso. Los pájaros están pegados al cielo. Pero de improviso, mi romántica visión fue interrumpida. Era el viejo, el viejo había regresado a casa. Él se movía con agilidad, como si rompiera el espacio y el tiempo que lo circundaban, como si fuera un elemento ajeno a toda la naturaleza. Todo era lento allá fuera del patio, más allá del suelo reseco y estos maravillosos árboles, todo era lento, menos el viejo. El hombre pareció no percibir mi presencia e ingresó raudo a la casa. No sé en realidad cuanto tiempo transcurrió, la medida de este era distinta aquí dentro y allá afuera. Pero de la misma forma tan repentina en como entró, el viejo ahora salió de la casa e inmediatamente me vio. Sus ojos se fijaron tiranamente sobre mí, ninguno de los dos parpadeó durante unos cuantos segundos hasta que de un momento a otro el viejo desapareció, se esfumó literalmente. Para mí ya no era seguro estar allí y salí desde el patio trasero, de regreso a la noche lluviosa y al mundo de todos los días. Pude salir de inmediato corriendo, pero una emoción y curiosidad irrazonable me dominaba hasta el punto de hacerme ingresar por la puerta trasera de la casa. Quería descifrar este misterio, este fenómeno de la naturaleza, esta extrañeza de la realidad. Ya estaba aquí y no me iría hasta descubrir una respuesta satisfactoria.

    La casa en su interior era oscura y tenebrosa, con una singular fragancia a pasado. Todo construido de madera, desde el piso hasta la techumbre que intermitentemente goteaba. La lluvia gobernaba implacable la noche, azotaba con rigor sobre el techo, el único sonido que se desprendía desde el fondo eran los gemidos entrecortados y placenteros de una mujer que estaba siendo poseída. La casa del lado era un antiguo prostíbulo.

  Recorrí la cocina e ingresé a lo que parecía una pequeña habitación. Una vela menguante iluminaba la escena. Allí había una cama cuidadosamente tendida y preservada, sobre el velador de al lado solo una antigua fotografía de la que parecía ser una niña. Vestido blanco, cabello largo y ojos de colores. La fragancia ha pasado se volvía cada vez más palpable e intensa. Vestido blanco, largo; cabello extendido y ojos de un azul profundo. La fragancia ha pasado envolvía toda la casa y penetró como una bocanada de aire añejo a la habitación. Todo era negro, más negro que de costumbre.

   Cuando recuperé la consciencia, me percibí distinto, como si estuviera inmóvil y en otro cuerpo. Mi piel brillaba con un color acaramelado, mi tronco estaba arraigado a un suelo reseco y mis ramas infructíferas se extendían hacia el cielo como los agonizantes brazos de un hombre que muere sediento. Ramas extrañamente pulidas y vítreas como echas por un maestro artesano. A mi lado, el viejo que se sentaba cada miércoles a la sombra del mismo árbol en la plaza de Longaví, regaba a cada uno de los árboles. Pronto fue mi turno. Me miró y sonrió.

    Los árboles…siempre me han cautivado los árboles.




 

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