a chimenea debía de
permanecer encendida. Fuera de la casa llovía de forma intensa y con aquella
misma emoción de la naturaleza, el hombre pretendía mantener encendida la
llama. Contraponiéndose a la dinámica fluida del entorno externo, el hombre
centraba todos sus humanos esfuerzos en que el fuego no se apagara. La casa
disponía de leña suficiente para un par de meses, el invierno estaba llegando
con pasos contundentes y era en sumo necesario conservar la temperatura
interna. Y allí, solamente allí en ese escaso punto del espacio, está este
hombre; silente, taciturno, sin prestar atención a otro asunto más que cada una
hora avivar el fuego.
Ya habían pasado un par de semanas y el
fuego casi incrustado en la pared interna de la chimenea debía de permanecer
encendido. Día y noche, no importaba lo que sucediera fuera de la casa, podría
estar derrumbándose el mundo, pero el fuego debía permanecer vivo, la llama
imperecedera. No existía otro motivo, ningún propósito mayor que aquel. La
misión del hombre por lo tanto era clara.
Al finalizar los dos meses, la leña ya
menguaba, solo un par de trozos quedaba en el rincón de la cocina. Cuando al
anochecer de aquel último día ya no quedaba un leño disponible, el hombre echó
mano a libros, papeles y cartones varios. La llama ascendía, pero consumía todo
el material rápidamente y desaparecía, hasta dejar entre la ceniza un montón de
brazas. Los libros pronto acabaron, los papeles sueltos y las cajas de cartón
desaparecieron, pero el fuego debía de permanecer encendido. La casa no podía
enfriarse, era urgente mantener la calidez del ambiente, no importa si el mundo
afuera se ahogaba.
Durante todo este tiempo, el hombre solo
dormía por breves periodos de tiempo, una o dos horas como máximo. Tal trajín y
estrés fue menguando poco a poco su salud física y mermando la lucidez. No
desperdiciaba su tiempo en menesteres vulgares como alimentarse o ducharse,
tampoco desgastaba energía intelectual en conocer, comprender y analizar sus
motivaciones y acciones. Su único fin, su único propósito ya estaba desde hace
mucho clavado sobre su frente: mantener la chimenea encendida, la leña ardiendo.
¿Por qué?, ¿para qué?
Cuando no halló más material que lanzar al
fuego, fue que inició la destrucción de la casa misma. Gradualmente fue debilitando
la estructura interna del lugar, primero fueron los muebles, uno y cada uno de
estos fueron a dar sin dilación a la boca feroz de la chimenea, luego el techo,
las tablas que cubrían las vigas y posteriormente las vigas mismas. Continuó
con el marco de las ventanas y después con todas las puertas. Ahora el agua de
lluvia ingresaba sin contemplación, sin techo, sin ventanas y sin puertas ya no
era posible refugiarse en ningún rincón. Pero antes que su ropa se empapara, se
la quitó y la lanzó al fuego. Nada pudo permanecer de pie frente a la llama dorada
y hambrienta que consumía todo, dejando una montaña de cenizas como única memoria
y postrero registro de tal carnicería. Nada pudo permanecer de pie frente a la
chimenea, ni siquiera el hombre que le sirvió de lacayo. Y como un buen padre o
una buena madre, ante el llanto insistente de su hija, fue el mismo quien poco
a poco fue entrando a la chimenea y siendo consumido. Primero una pierna, luego
la otra. Lentamente se fue entregando a si mismo como sacrificio hasta quedar
completamente cubierto por maravillosas llamas azules, anaranjadas, rojas y
amarillas.
El espectáculo era dantesco. Un olor
nauseabundo cubría todo, chirridos y el humo espeso que salía por los huecos de
las ventanas, puertas y el vació del techo. No quedó ni la más mínima huella
del hombre más que sus huesos oscurecidos entre restos de leños, libros,
muebles y tablas. La chimenea, sin embargo, permaneció encendida a pesar del
viento, la lluvia y la ausencia de alimento. Durante los días posteriores, todos
los que pasaban cerca de los escombros del lugar, se detenían delante del fuego
perpetuo, obnubilados por la danza hipnótica de las llamaradas, sus curvas, sus
siluetas y las formas extrañas que estás formaban.
Cada cierto tiempo, alguno de los habitantes
de las cercanías desaparece misteriosamente, como si algo o alguien se lo tragara
y ya jamás lo escupiera de regreso. Desaparece en silencio, como si por
voluntad propia y fuera de toda razón entrara poco a poco, primero una pierna,
luego la otra, hacia la boca de un ser desconocido.
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